Cajón de relatos
Tiempos de golosina. Publicado en el blog 25/07/2013
No dejes de soñar. Publicado en el blog 11/09/2013
Tiempos de golosina
Tiempos de golosina. Publicado en el blog 25/07/2013
No dejes de soñar. Publicado en el blog 11/09/2013
No dejes de soñar
Raquel
Fernández Alcalá
Julio 2013
A Carmen le gusta ir soñando despierta en el
autobús. Va recogiendo objetos de aquí y allá y construye una realidad nueva en
un pispás. Un día se le antoja el vestido de una señora que está en la calle,
es de tirantes, color verde esmeralda, lleva un lazo rosa palo en el pecho,
como si fuera envuelta para regalo. Los zapatos van a juego con el lazo, y esos
también los quiere Carmen para su mundo imaginado, porque allí puede caminar
con diez centímetros de tacón como si cualquier cosa. El autobús arranca, y
Carmen deja atrás a la señora, pero ya se ha guardado el vestido y los zapatos
para sí.
En otras ocasiones se imagina conduciendo coches
caros, o siendo pasajera de limusinas en donde tienen champán y puede escoger
la música (y no como la que está escuchando ahora, que es la que ha elegido el
chófer, y no es que tenga buen gusto que digamos). Es más, hoy ha decidido
imaginar que ya no sólo va a disfrutar de su música, sino que el mismísimo
Michael Bublé le susurrará “Fly me to the moon” al oído, que para eso está
soñando despierta.
El autobús frena frente a la pastelería “El Capricho
del Goloso”. El escaparate está lleno de figuras geométricas de todos los
colores y sabores. Triángulos negros y blancos, cuadrados rosas con bolitas
blancas, bolitas blancas con capas de crema… Carmen se imagina entrando y
apuntando con el dedo trazando líneas horizontales, señalando a decenas de
bandejas mientras ordena “póngamelo para llevar”, y se imagina después dejando
una buena propina al dependiente, que tan primorosamente habría envuelto los
paquetes para que no se estropeen los dulces de camino a casa.
Y se metería en la limusina, abriría uno de los
paquetes, y comería un dulce junto a Michael Bublé, y sin ningún remordimiento,
porque tendría una constitución atlética envidiable fruto de un metabolismo
eficaz. En este punto Carmen se palpa discretamente los muslos mientras sonríe
en el autobús. Hace más de una década que nos lo luce, desde aquel verano que
fue con Benito a Canet de Mar, pero eso es otra historia.
Ahora toca estar atentos a la zapatería, que es la
última parada antes de apearse. Probablemente Paco ya haya cambiado el muestrario
porque se acerca el verano, y los zapatos se marchan para dar paso a las
descaradas sandalias. Normalmente Carmen miraría los zapatos de la parte
inferior del escaparate, que suelen ser más baratos, pero hoy se va a decidir
por los de las baldas de arriba. Esos que están colocados ‘de perfil’, como las
modelos cuando posan al final de la pasarela. Y hoy cogería unos negros, para
ir a bailar con Bublé, y terminar en la azotea de un hotel, bebiendo un cóctel
de color indefinido y sabor chispeante y, por supuesto, decorado por una
sombrillita.
Ya llega a su destino. Se levanta, aprieta el
pulsador, y se apea justo en la marquesina gris, que es una suerte de
teletransportador a la realidad. Se estira la chaqueta y la falda, y sonríe
mientras vuelve a su casa tarareando. Cuando abre la puerta de la casa, le da
ganas de contarle a Benito todo lo que ha soñado como si fuera verdad,
especialmente lo del baile. ¡Cómo añora bailar y dar muchas vueltas! Ahora
apenas puede girar el cuello porque las cervicales le provocan mareos.
Benito la sonríe desde el otro lado del cuarto.
Carmen se pregunta cuánto tiene que quererle para verle atractivo en una
camiseta blanca abanderado de tirantes, después de décadas de matrimonio. Lo
cierto es que si Benito supiera lo que ella ha venido soñando por el camino,
seguramente buscaría un disco de ese tal Bublé, y se lo regalaría envuelto con
mucho cuidado con una nota manuscrita que dijera: “No dejes de soñar”.
Tiempos de golosina
Raquel Fernández Alcalá
Por las tardes, Graciela sacaba
su silla de mimbre a la puerta de la casa, y dormía plácidamente con las manos
entrelazadas sobre el regazo. David, su nieto, la observaba desde la esquina de
la calle. Lo hacía con algo de cautela, con las manos metidas en los bolsillos
de los pantalones, como si fuera un angelito. Pero lo cierto es que le
delataban los pantalones sucios de haber estado jugando con sus amigos en el
río.
Su abuela le parecía a veces una
estatua, y se acercaba a observar como las aletas de su nariz se ensanchaban
para comprobar que estaba viva. Le hacía gracia ver como respiraba, le parecía
un juguete, un autómata que en vez de hacer chocar los platillos, era capaz de
mover la nariz mientras dormía.
-
No vayas a
jugar en ca’ la Antonia, que está su marido durmiendo – le reprendía ella,
entre cabezada y cabezada.
La ca’ la Anton ia
era la trastienda de un establecimiento de golosinas que resultaba ser una
suerte de palacio para los niños del pueblo. A más de un chiquillo las cortinas
de plástico que daban acceso a la tienda le habían jugado una mala pasada, y es
que tenían la apariencia de largos regalices rojos, y esto, añadido al olor
dulce que se escapaba del interior, despistaba a los cerebros infantiles.
Aquella tienda era un festival de
los sentidos. El de la vista, con los innumerables colorines de las chucherías
dispuestas en cajitas; el olfato, regado por el olor embriagador del azúcar, y
también el del oído con ese sonido metálico de un puñado de monedillas, probablemente
la paga del abuelo, cayendo sobre el mostrador de madera. Estos tres sentidos
son el pasaporte al tacto y... ¡ay! al gusto.
La
Antonia era feliz rodeada de chavalería, despachando bolitas de colores e
inventos de patata y, sobre todo, conversando con sus clientes.
-
¿Ya se te ha
caído el diente?
-
Sí, pero
ayer se me olvidó ponerlo debajo de la almohada. Lo dejé en la estantería del baño y ya
no estaba. Seguro que mi madre lo ha tirado – le dijo María, con la boca
mellada y una mueca de disgusto por haberse perdido la visita del ratón Pérez
debido a un imperdonable descuido.
-
¿Cómo anda
el abuelo?
-
Mejor. Dice
mi madre que como chilla mucho que es buena señal –le replicaba Toño llevándose
a la boca un puñado de bolas coloradas.
-
Con esto no
tienes ni para una bolsa de gusanitos. Bueno..., déjalo... ¿No fue tu
cumpleaños el otro día? – la Antonia tenía el corazón de golosina.
Lo que no sabe nadie es que la Antonia llora a
escondidas. No lo sabe nadie excepto David que un día andaba trasteando por la
tienda, y se coló en la casa de la dueña sin avisar. Asustado, la descubrió
hundida en una silla de mimbre de la cocina, utilizando el delantal como
pañuelo. Al ver al niño, la mujer se apresuró a coger una cebolla de un cesto
de la cocina, y a explicarle que las cebollas viejas hacían llorar. La Antonia
se enjuagó las lágrimas y abrazó al niño hasta estrujarle los sentidos. El
muchacho se quedó medio aturdido en su regazo, sin saber muy bien que hacer,
pero seguro de que el dolor de la mujer venía de muy dentro. Los interrumpió el
Ramiro, que pasó por delante de la cocina y los miró sin decir nada, con unos
cuantos conejos que todavía parecían vivos en una mano, y la escopeta colgada
del hombro. David sabía que aquella era la señal para salir de allí, porque el
Ramiro se sentaba a la mesa y devoraba la cena a dos manos, y se quejaba de que
el chico parecía un búho observándole, y la Antonia le decía que dejara al niño
que lo único que tenía era hambre, y el Ramiro juntaba las cejas como si fueran
una y le mandaba con su abuela, que él no estaba trabajando para criar niños de
otros, y menos el de la Mercedes, que a saber qué hacía en la ciudad para dejar
a su único hijo en el pueblo y no llevárselo con ella.
Pero
aquella escena ya no se volvería a repetir porque David iba por entonces
caminando por las calles estrechas del pueblo, saltando sobre las piedras
desiguales que forraban el suelo y canturreando un estribillo infantil. Le vino
el olor a tortilla al girar la esquina, y decidió que esa noche no la comería,
porque sabía que llevaba cebolla, y si la comía lloraría mucho y traería cosas
malas a su casa.
La
Mercedes llegó de madrugada, en un tren lleno de moros que se quitaban los
zapatos enfrente de ella, según contó, y que qué maleducada era aquella gente.
Ella estaba impecable, con el pelo ondulado a la moda, los ojos pintados de
negro, y vestida con un traje de chaqueta color burdeos que a Graciela le
parecía de secretaria por lo menos. Había venido con una maleta llena de cosas de
la ciudad, como los jabones que olían rico, las horquillas para que se sujete
el moño, madre, y algo de ropa para el David, que tiene todos los pantalones
remendados. Su madre la mira y la ve tan grande, tan mujer..., que le da miedo.
Algo le dice que lleva una coraza para hacerse fuerte, pero que en realidad es
tan frágil como una cáscara de huevo.
David
oye la voz de su madre desde la
cama. La distingue del trino de los pájaros que le despiertan
cada mañana, y le parece estar soñando. El sueño quiere raptarle otra vez, pero
él se resiste porque la voz se le hace cada vez más real, y baja las escaleras
hacia la cocina, aún tembloroso y dormido, asiéndose de la barandilla e
intentado que sus ojos no se cierren.
-
Estoy bien,
madre. La señora es muy amable y me trata con respeto, y el señor trabaja
mucho, apenas lo veo, y no causa problemas. El señorito es algo desordenado,
pero en el fondo no tiene mala intención, y siempre que habla de mí lo hace
para alabar mi trabajo – se explicaba así Mercedes cuando una sombra pequeña
traspasó la puerta en pijama.
-
Mamá – sólo
acertó a decir, y se abrazó a ella sonriendo, todavía dudando si era sueño o
realidad el olor a laca de su pelo, el perfume a jabón dulce de su ropa, y la música
leve de su voz.
Cuando Mercedes comentó que sólo estaría dos días
allí, Graciela se entristeció por lo breve la visita. Al parecer los señores
estaban de viaje, y ella tenía que llegar antes de que volvieran para tener la
casa lista. “Tengo algo que decirte, madre – le dijo con voz queda mientras
remendaban la ropa del niño -. Pero temo que no vayas a entenderme.”
Graciela la entendió, ¡vaya si la entendió!
Mercedes le dijo que sus señores no querían que ella faltase de la casa durante
los cinco meses siguientes. Pero hija, eso es mucho tiempo para una criatura,
sin ver a su madre, iba a olvidarla, pasa más tiempo con la Antonia que
contigo, le dijo Graciela. Pero Mercedes intentó convencerla de que aquello era
lo mejor, que le iban a pagar el doble por hacer el sacrificio, y figúrese
madre lo que podemos hacer con ese dinero, darle una educación al chico, y a lo
mejor que sea abogado o médico. Figúrese madre, que cinco meses se pasan
volando, y yo la escribiré todas las semanas, y si puedo la llamaré a casa de
Dña. Asunción para que el chico no se olvide de mi voz.
Mercedes
partió de madrugada, como había venido, y besó a su hijo rozando su mejilla con
los labios, como acariciándole, como arrullo de paloma, como el calor del sol
de verano a punto de esconderse. David fingió estar dormido, con las manos
cruzadas sobre la colcha de flores. Una lágrima traviesa se deslizó entre la
barrera de pestañas pegadas, y la siguieron muchas que comenzaron a humedecer
la almohada.
Al
día siguiente, si no hubiera sido por los calcetines remendados, los jabones,
las horquillas y el olor nuevo en la casa, David hubiera pensado que había
soñado a su madre.
-
Abuela,
¿duermes? – le dijo mientras observaba las aletas de su nariz moverse.
-
No, me hago
la dormida.
-
¿Y eso?
-
Porque a
veces es mejor, hijo. Vámonos a casa, que va a llover – y Graciela olisqueó en
el aire el olor a golosina que desprendía su nieto.
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