domingo, 14 de junio de 2015

De abuelas. Relato: Más se perdió en Cuba

                                               



Uno de los personajes recurrentes en todo lo que escribo, o en casi todo, son las abuelas. Aparecen siempre como la encarnación de la experiencia, la constancia y también la ternura. Son personajes que igual me sacan la zapatilla al protagonista, o emocionan por el cariño con el que cuidan del jilguero con el que comparten salón cada día. Las abuelas además me regalan esas frases memorables, esas que enmarcarías como las frases de Mr. Wonderful, para leerlas en los momentos adecuados, como píldoras de sabiduría que te regala la vida. Sin embargo, el modus operandi más común de mis abuelas no es el verbal. Ellas dan las lecciones con hechos, y a veces no te das cuenta de lo que te han enseñado hasta que no pasan los años y te viene a la memoria aquello que pasó aquel día y que se te pareció una mera anécdota. Dad un repaso a vuestra memoria y seguro que encontráis algún momento de estos de los que os hablo. Por si acaso, os voy a regalar uno en forma de mini-relato, y con una abuela en primer plano, quizás real, quizás ficticia, quizás una mezcla de ambas...

                                           
Imagen cortesía de Ambro. FreeDigitalPhotos.net


Más se perdió en Cuba


Aquel verano la abuela vino a quedarse unos días en nuestra casa. Normalmente venía en invierno, se quedaba un fin de semana y luego volvía al cabo del tiempo, pero aquella primavera había sido algo dura para la familia, y mi padre insistió en que pasara unos días con nosotros. La última vez que la habíamos visto había sido en el entierro del tío Marcial, un señor muy serio que yo apenas había visto un par de veces, y del cual solo guardaba el recuerdo de los grandes puñados de caramelos 'respir' que guardaba en sus bolsillos, y que no compartía con nadie. El tío era el hermano pequeño de la abuela y aquella pérdida la llenó de desconsuelo. Supimos que volvía a ser ella cuando mi padre volvió de visitarla contento porque al llegar a su casa Radió Olé se escuchaba desde la calle.

La llegada de la abuela cambiaba las rutinas de nuestra casa. Mi madre se levantaba una hora antes de lo normal para que todo estuviera limpio y listo para pasar revista; mi padre pasaba más tiempo en casa, y a mí me tocaba dormir en la habitación de mi hermana mayor, Elena, que ya había comenzado con la edad del pavo, y se enfadaba cuando por las noches le apagaba la luz mientras ella devoraba las páginas de la superpop. Además, yo me pasaba más tiempo estudiando porque sí me portaba bien me daba la propina los domingos, y en aquel entonces estaba ahorrando para comprarme una guitarra.

A pesar de que aquellos días me hacían lidiar con la repentina obsesión de mi madre por la limpieza, la comida sin sal y la coexistencia con la pelma de Elena, todo aquello era percata minuta si podía escuchar las historias de mi abuela. Las había de todos los tipos, tristes, alegres, graciosas y hasta tenebrosas, y lo que más gracia me hacia era saber que mi abuela había llegado hasta allí para contármelas. Era una superviviente de muchas cosas: del hambre, de la guerra, de viajes interminables en barco para llegar al otro lado del Atlántico, de señoras despóticas y tiranas, de una suegra que parecía el mismísimo diablo y de más de un susto de salud que le había llegado a poner al principio de ese túnel que dicen que vemos justo antes de morir. Vaya con mi abuela. Una señora de apenas un metro cincuenta y brazos y piernas rechonchas, como las mías ahora. Y allí estaba conmigo, sentada en la mesa de la cocina comiendo galletas y bebiendo té mientras me contaba por enésima vez cómo mi abuelo era el encargado de dar la alarma de bombardeos en aquel pequeño pueblo fronterizo con Francia, y como ella, con una niña pequeña y encinta de la segunda, se ganaba  la vida haciendo recados y remiendos. "¡Qué bonitos son tus años!", me decía, y yo no terminaba de entenderla del todo, o no la entendía todo lo bien que la entiendo ahora. 

Aquel verano mi abuela ya estaba mejor, pero todavía suspiraba mientras miraba por las ventanas de mi casa, y se le hacía un nudo en la garganta cuando sonaba algún bolero de esos que ponía papá en el viejo tocadiscos. Yo se lo notaba, porque cuando levantaba la mirada de los deberes y no me observaba, escudriñaba hasta el mínimo de sus gestos. Uno de ellos era que todos los días tenía la costumbre de lavar a mano su ropa interior. A mí me parecía una pérdida de tiempo teniendo lavadora en casa, pero son de esas rutinas que uno va incorporando a su día a día, y que ya no puede cambiar cuando se hace mayor. Eso, y lo de utilizar el microondas fueron sus asignaturas pendientes, porque por lo demás no había tenido problema en ir haciéndose a la vida moderna. Así que todas las tardes cogía su bote de 'Norit' y lavaba su lencería. "Así me entretengo", se excusaba. Pero una tarde que andaba ella con su colada personal escuchamos un gritito desde el salón. Mi padre y yo dimos un bote y fuimos a ver qué pasaba. "Virgen Santa, se me ha colado el anillo", nos dijo apurada. "¿Qué anillo?", preguntó mi padre. "El de boda, hijo", afirmó, mirando el lavabo desolada.

Aquel accidente desencadenó un torbellino de ideas para recuperar el anillo que ni el propio MacGyver hubiera tenido en el más complicado de sus capítulos. Más de cincuenta años de matrimonio y el anillo había sobrevivido a todo tipo de correrías, y ahora se había deslizado en el lavabo de mi casa. Era absurdo. Después de todo tipo de intentos, mi padre se dio por vencido. Todos miramos a mi abuela con preocupación, esperando su reacción. Ella cogió la prenda que había lavado, y la escurrió diciendo: "No pasa nada, más se perdió en Cuba y vinieron cantando". Acto seguido salió a la terraza a tender al sol de la tarde tarareando una coplilla.

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